jueves, 8 de marzo de 2012

Muchos peces en el mar

Si la cosa ya parece talla interna;

se ríe los que saben;

los otros, se lamentan.

Y continuaron así por largo rato,

hasta que les dolió la guata.

Y se fueron.

Y los otros, también.

Se les acabaron las lágrimas.

O a lo mejor es peor: no me pesca.

Y para agua-ntarla pienso que se ríe.

No es que no me pesque –digo–; todo lo contrario:

me pesca a su manera.

Porque solo los peces se pescan,

y, hasta donde sé –me he revisado bastante–,

no tengo branquias, aletas, cola, escamas, ojos o cara de pez.

Ni vivo en el/la mar, ni en un río, ni en un lago;

o aguas dulces o saladas o servidas o tomadas –ligth o sin gas–.

Ni en un cardumen o un banco.

Ni se me puede –o debe– preparar como caldillo, ceviche o en fritura.

Solo sirvo para querer.

Y eso es lo que quiero.

Querer-te

No té ni café.

Te

te-e.

Pero no me dejaste;

solo

me dejaste.

Pero quiero ser pez de un mar de una sola gota.

Pero no se puede.

Porque no soy pez,

sino pescado.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El ultimo cazador de lunas

El pueblo de Entre Ríos se encuentra a 30 minutos de la ciudad de Valdivia. Tiene que tomar la micro 205, una amarillita con franjas rojas, pero tiene que esperar una rato porque acaba de pasar una. ¿Va a visitar a don Eduardo?, me pregunta un abuelo que está dando de comer a las palomas en la plaza. Le respondo que sí, y le pregunto lo que ya sé, ¿es muy famoso don Lalo? El señor se da media vuelta, estabamos frente a frente, y mira la iglesia como si allí estuviera la respuesta. Mire aquí en Valdivia, como el caballero que vive en esa casa, y se ríe.

Y las palabras de este viejito risueño no pueden estar más alejadas de la realidad; Eduardo Parico, o como le dicen todos por aquí, “don Lalo”, es una figura mítica, anacrónica, una sombra proyectada desde otro tiempo. Odiado por algunos y querido por otros, don Eduardo, hijo de Florentino Parico y Mercedes Carvajal, es el último guardian de una tradición tan romántica como el paisaje que forman los botes que cruzan el Calle-Calle. Eduardo, a sus 79 años, es el último cazador de lunas.

Arriba de la 205, ya en camino a Entre Ríos, me encuentro con Gustavo, un viejo amigo de Eduardo. ÉL está casado hace 45 años con Patricia Morales y no tienen hijos. Ambos son dueños de la única posada en Entre Ríos. Se llama “La Luna”.

–Son gente con una fuerza de voluntad enorme. Es que si no la tuvieran les sería imposible, dice mientras mira por la ventana de la 205, reflexionando.

–También son muy obstinados, si se les cruza una idea por la cabeza no se las podrás sacar. Recuerdo una vez que nos inscribimos en el club de fútbol y ninguno de los dos quedó; por malos, pero a Eduardo no le importó, probó suerte el año siguiente; tampoco. Creía que le bastaba solo con la garra, cosa que tenía de sobra, pero no tenía talento. Insistió tanto que al final se volvío lider de la barra del equipo, lugar más que indicado para él que es puro corazón.

Ya van 45 minutos y la 205 todavía no llega a Entre Ríos, la espesa niebla que cubre la carretera hace que el chofer tome las precauciones pertinentes.

–Para su familia la luna es un regalo que debe ser entregado al primer amor. Y él quería regalársela a Claudia. Una niña que conocío cuando tenía 12 años, mira tú.

–¿Y qué pasó?

–Si aviso se fueron para el norte, a Iquique parece.

–¿Y qué pasó con Eduardo?

–Prometió que la encontraría y que se casaría con ella.

Claudia ahora vive en Santiago. Está casada, pero no con don Lalo. Tiene dos hijos: Javier y Eduardo. Y no recuerda casi nada de su niñez en Entre Ríos.

En ese momento la niebla disminuye y lo primero que veo es la cancha de fútbol del pueblo. Están jugando un partido. Hay poca gente en el estadio.

Al momento de preguntarle si en realida cree que su amigo puede atrapar la luna, me responde entusiasta.

–Sí, le creo.

–¿Por qué?

–Porque yo también me sentí capaz de regalar la luna alguna vez.

–¿ Y a quién?

Se ríe.

–Entonces, ¿qué pasó?

–Supongo que algo pasó que cambié, porque ya no me parece posible.

*

El primer lugar donde busco a don Lalo es en la cancha de fútbol, por recomendación de Gustavo. No está y el partido no era tal: el equipo entrenaba. Solo los padres de los jugadores estaban presentes.

–¿Quién?– Me responde confundido el entrenador cuando le pregunto por Eduardo.

–Don Lalo –. No entiende de lo que le estoy hablando por lo que le refresco la memoria con un dato más cercano a él.

–El capitán de la barra –. El gesto de su cara pasa de la incertidumbre a la seriedad.

–Él hace mucho tiempo que no es capitán. Renunció.

–¿Qué le pasó?

–Dijo que tenía que atrapar la luna. Una tontería.

La mayoría de los padres allí presentes recuerdan a don Lalo con cariño. –Tenía más amor por el equipo que por sí mismo. Podía estar lloviendo a cántaros, pero siempre lo encontrabas en el estadio– , cuenta uno de los presentes. Pero este amor por el deporte rey no fue gratuito, los momentos a la intemperie le pasaron la cuenta y enfermó gravemente. –Casí se nos fue–, agrega otro. Pasó cerca de tres meses en el hospital. Observaba De regreso a Entre Ríos, y con el peso de sus 60 años en los hombros, Eduardo supo que las lunas se le estaban escapando. Y la gente lo notó, porque algo carcomía desde adentro a don Lalo, lenta y dolorosamente.

–Parecía un lunático–. Sentencia uno de los padres.

*

La etimología de la palabra “lunático” dice que ésta viene del latín lunaticus y que guarda relación con las fases de la luna. Según cuenta la historia, con el tiempo, los romanos tomaron conciencia de que los actos criminales aumentaban durante los periodos de luna llena. Y es precisamente durante este periodo donde don Lalo se vuelve más activo. Recorre el pueblo de un lugar a otro, viaja a Valdivia y compra un montón de cosas, herramientas en su mayoría. Pasa los días previos a la luna llena trabajando en algún artilugio que le permita atrapar su primera luna. Porque a sus 79 años, Eduardo no ha atrapado ni una sola luna.

*

Me hospedo en la posada “La luna”. Por la ventana de la habitación puedo ver la casa de Eduardo; ésta, toda de madera, adquiere un tono melancólico frente a todo el verdor que la circunda. Como una balsa flotando en un mar verde obscuro. No veo a Eduardo por ningúna parte. Salgo a recorrer el pueblo, que no es más largo que una cuadra. Una niebla con textura de algodón comienza a entrar a Entre Ríos.

*

Michelle tiene 55 años y nació en Valdivia, conocío a Eduardo en el liceo Santa María La Blanca, cuando ambos cursaban primero medio. Fue, como dicen, amor a primera vista.

–Por las tardes trabajaba en la chocolatería Entre Ríos, quería juntar plata para ir a Santigo.

Michelle todavía recuerda la vez que le dijo lo que sentía a Eduardo.

–Se quedó mudo. Solo atinó a marcharse.

Eduardo no volvió a aparecer en el liceo.

–Supongo que luego de un “te quiero” no hay nada más para Eduardo.

Michelle mira por la ventana de su casa, ahora vive en Entre Ríos, cerca de la cancha de futbol. Son cerca de las once de la noche y no hay señales de don Lalo. Nadie en Entre Ríos lo ha visto, algunos dicen que lo vieron en el terminal de buses de Valdivia. Afuera, la espesa niebla se funde con el cielo negro de la noche y la luna llena destaca como un regalo prometido.

martes, 12 de abril de 2011

El día feliz de Rorschach


Gracias, Mister Pollo!

martes, 5 de abril de 2011

Cosas interesantes que pensar en un 27 de octubre

El 27 de Octubre, a las 22 horas y 43 minutos, decidió que ya había vivido suficiente. La idea le llegó de pronto, justo en el momento en que su pulgar derecho ejercía levemente presión sobre el rojo botón que se encontraba en la parte delantera del control remoto. Fue la visión del color volviéndose negro, de las vivas imágenes convirtiéndose en un punto brillante que, de pronto, dejó de existir. Fue el efecto de la luna, el aullido del perro y el maullar de un gato. Fue la primera gota de lluvia que golpeó su ventana, pájaro de mal agüero en los veintisietes de octubre. Fue el ruido de la madera al crujir, el viento que movió las hojas del árbol de su patio. El insoportable sonido que hacen las hormigas al morder una miga de pan en la cocina del vecino. El batir de las alas de una mosca que pone sus huevos en un ave muerta a los pies de un árbol en la plaza. Pero en realidad, pensó, no fue nada de esto. Simplemente se le ocurrió que sería interesante.El 27 de Octubre, a las 22 horas y 44 minutos, apagó la luz de la lampara en el velador, cerró los ojos y no despertó más.


Un cuento de un amigo, un buen amigo.

Me encanta su sencillez,

creo que es el mejor recurso para todo en la vida

Algo así llamado vida...


Este capítulo se llama "Perrozzy"

lunes, 4 de abril de 2011

Algo así llamado vida...


"Just DO something", Lev Yilmaz

bueno, aquí va mi algo,
me comprometo a subir algo nuevo todos los martes.


Noche de película

La película termina y sientes que el aire dentro de la sala está denso. ¿Muchas emociones para tan poco tiempo?, piensas. No lo sabes, pero de algo estás seguro: no te gustó. Porque te sentiste identificado, sobre todo con el final; te pareció muy real. Por un momento viste tu historia sobre la pantalla y deseaste que terminara de otra forma. Pero no lo hizo, siguió al pie de la letra cada paso: cometió los mismos errores y se arrepintió de las mismas cosas. Volviste a ser el protagonista y nadie te preguntó. Miras a tu lado y la vez a ella. También fue protagonista.

Salen de la sala hablando de la película y de las que están en cartelera. Entonces ella saca el tema: ¿Y qué te pareció el final? Estubo muy bueno, me gustó, mientes. Ella concuerda contigo pero agrega algo que tú nunca pensaste que diría. El final me pareció muy real, dice. A lo mejor muy real, piensas.

Caminan a través del centro comercial y vitrinean. Hablan de cosas normales, del programa de televisión que vieron anoche, del último escándalo en la farándula, de todo menos de la película que acaban de ver. Y luego, silencio hasta los estacionamientos.

Dentro del auto, ambos tiritan de frío. Ella no recuerda dónde dejo las llaves del auto, y tú comienzas a buscarlas por todos lados. Al final las encuentran donde siempre lo habían estado: en su mochila. Enciende el auto y la calefacción, y esperan un momento a que se les calienten los pies. Frente a ellos una enorme luna amarilla se ve por entre unas nubes.

Es tarde pero te animas a preguntar de todas formas: ¿Quieres comer algo? Ella responde, sí. Buscan algún lugar donde comer pero notas en su cara que está cansada, por lo que dices: Es tarde, mejor dejémoslo para otro día. Ella acepta. Aunque de todas formas se dan una última vuelta por el centro en busca de un lugar. Sobre sus cabezas, en el cielo, cuelga el mayor trozo de celuloide amarillo que jamás hayan visto.

El auto no está muy lejos. Adentro ella dice: No te gustó la película. Y tú no respondes de inmediato; te quedas pensando, congelado y no sabes si es por el frío que hace o porque ella te descubrió. La miras y dices: No es eso, sólo que el final me pareció muy real. Pero así es mejor, de verdad así son las cosas, te dice. ¿Y por qué tienen que ser así?, respondes. Ella enciende el auto.

Avanzan por la calle y se detienen frente a un semáforo. Es que las cosas tienen que ser así, si no, no serían reales, dice. Pero si es una película, no tiene para que ser real, dices. Pero es que ya no me identificaría, dice. Y sabes que tiene razón, que sin ese final sería otra película del montón para ella y para ti. Tienes razón, dices. Luz verde y paradero dos cuadras más adelante.

Te despides y bajas del auto, cierras la puerta y sientes que este es el final de la película. Que vuelves a vivir la historia que acabas de ver en la pantalla hace un par de horas. Y te dan unas ganas enormes de cambiar el final, de hacer que no se repita la historia otra vez. De quedarte un rato más junto a ella. Pero entonces entiendes que la vida es así, como dice ella. Tal como una buena película con la que te identificas.